El tiempo corre tan deprisa que estoy rozando
la obsesión por vivir al máximo cada momento. Y es que vivimos sumisos ante la
insatisfacción. Una insatisfacción que nos hace siempre querer más, más y más. No
conformarnos con las mismas vistas de cada mañana por miedo a la monotonía, ni
siquiera con esa persona que te quiso como si cada día fuera el último. Inconformistas.
Más viajes, más bocas nuevas, más planes inesperados, más personas que te hagan
vibrar. ¿Acaso la inseguridad que puede provocar el hecho de salir de tu zona
de confort pesa más que lo que te puede aportar?
Cómodos. Buscamos la comodidad y nos da miedo
ver que estas tardes de domingo grises pueden teñirse de otro color si encontramos
personas nuevas que lo hagan posible. Que las compartan contigo. Mi problema
siempre fue esperarles. No darme cuenta de que no todos se identifican con la idea de que
el tiempo no vuelve, que si no es ahora cuándo, que los días libres son para
llenarnos de vida. Que no está de más poder sentir que a veces también son ellos
quienes te buscan a ti. Por eso aprendí a pasar tiempo conmigo misma. “Nos
gusta sentirnos libres pero no prescindibles”, leí una vez.
Que de qué sirve si tienes que empujarles
continuamente, si esas tardes de domingo siguen siendo igual de grises. Conversaciones
que aporten, gente que transmita y te permita sumar.
Que si seguimos anclados en lo que ya notas desgastado,
al final somos nosotros mismos los que acabamos rotos por dentro. Y no está el
mundo como para seguir recogiendo más trocitos de gente que se descompone,
sobre todo cuando aún no has logrado recomponerte por ti misma…