domingo, 8 de enero de 2017

Low battery

El tiempo corre tan deprisa que estoy rozando la obsesión por vivir al máximo cada momento. Y es que vivimos sumisos ante la insatisfacción. Una insatisfacción que nos hace siempre querer más, más y más. No conformarnos con las mismas vistas de cada mañana por miedo a la monotonía, ni siquiera con esa persona que te quiso como si cada día fuera el último. Inconformistas. Más viajes, más bocas nuevas, más planes inesperados, más personas que te hagan vibrar. ¿Acaso la inseguridad que puede provocar el hecho de salir de tu zona de confort pesa más que lo que te puede aportar?

Cómodos. Buscamos la comodidad y nos da miedo ver que estas tardes de domingo grises pueden teñirse de otro color si encontramos personas nuevas que lo hagan posible. Que las compartan contigo. Mi problema siempre fue esperarles. No darme cuenta de que no todos se identifican con la idea de que el tiempo no vuelve, que si no es ahora cuándo, que los días libres son para llenarnos de vida. Que no está de más poder sentir que a veces también son ellos quienes te buscan a ti. Por eso aprendí a pasar tiempo conmigo misma. “Nos gusta sentirnos libres pero no prescindibles”, leí una vez.

Que de qué sirve si tienes que empujarles continuamente, si esas tardes de domingo siguen siendo igual de grises. Conversaciones que aporten, gente que transmita y te permita sumar.
Que si seguimos anclados en lo que ya notas desgastado, al final somos nosotros mismos los que acabamos rotos por dentro. Y no está el mundo como para seguir recogiendo más trocitos de gente que se descompone, sobre todo cuando aún no has logrado recomponerte por ti misma…